Palabras

para recordar

Roxane Bravo Rivera

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11 mil kilómetros

Embrujo a distancia:
aquí, nublado, llueve que te llueve, y al otro,
toldos, tumbonas y playas, venga sudar y sudar
así vivo yo.
a 11 mil kilómetros del epicentro
de mi ser.

¿Se puede estar en un lugar
y a la vez vivir en otro?
¿Qué locura es ésa?

Dicho de otra manera:
Estar físicamente en un lugar,
pero mental y espiritualmente vivir en otro.
Eso precisamente me ocurre a mi.

¿Quien no ha intentado alguna vez,
desconectarse en un momento dado de estrés
y agobiantes niveles de saturación?

¿Qué pasa si esa desconexión se prolonga en el tiempo
y deja de ser temporal?
Entiendo ésto como una evasión.
De lleno con la psicología nos hemos topado.

Desconociendo el argumento de un psicólogo
y buscando una explicación razonable,
intentaré no perderme en el jardín.

Para mí, esta actitud, en la práctica,
es un problema de no aceptación,
o sea, negación de la realidad.
Una táctica de escape de la mente
cuando algo no nos gusta
y no podemos cambiarlo.

Quizás sea tan simple como eso,
o bien algo mucho más complejo.
En cualquier caso,
no creo haber despejado la X
con este argumento.

Personalmente, para no entrar en conflicto
con mi presente,
prefiero algo paliativo.
A modo de profilaxis mental,
uso mi imaginación para estar en un sitio
pero siendo feliz en otro.

Así vivo mi exilio espiritual,
a 11 mil kilómetros de distancia. 

Demasiada realidad

Entreabro mis ojos y ahí esta la mañana,
desvaída sin esa luz tuya.

Mis lágrimas regresan
aunque nunca se fueron.

Se oculta entre mis sábanas,
tu nada que dejaste.

Deslízose la indiscreta mañana
a través de la tibieza de mi cama,
atropellando mis recuerdos.

Vino a robarme tu rostro dormido
detrás de mis párpados.

Demasiada realidad para mí.

A rastras llevo el alma ,
entre noches sin días
y días sin noches.

Suspiro, suspiro y te respiro
duerme mi alma herida
en tu ausente regazo
esperando el abrazo
del olvido piadoso.

Abuelita querida

Y porque no hay edad para la ternura.

Entre esas calles desiertas,
detrás de ese desvencijado portón
y un florido jardín de hortensias,
vivía mi abuelita.

Mi visita emocionaba su mirada
a esa hora de la tarde,
en que el día se agosta
y se lleva a esconder la luz,
allá lejos donde se pierde la mirada.

Con qué cariño me ofrecía un tecito
sentada a mi lado en la mesa,
iba yo enhebrando pensamientos,
hablándole de mis eternas aventuras
alejando así sus esperanzas
de verme casada con hijos
algún día.

Todavía conservo el recuerdo
del sabor a canela de su té,
preparado con tanto mimo
en su añosa tetera.

Mi sola presencia la regocijaba
en esas horas aturdidas de la tarde.

Tenía la pequeñez de una muñeca,
y destellos de bondad
en su mirada.
Trasunto fiel de un ángel
que los años le dieron,
sus alas de santa.

Dios mío, ¿cómo ha pasado el tiempo desde entonces?
no sabría precisarlo,
me falla la memoria
porque al recordarla
siento que nunca se ha ido
que siempre ha estado conmigo.

Seguramente son sus alas,
las que todavía me acarician
cuando me tiembla el alma.