Entre esas calles desiertas, detrás de ese desvencijado portón y un florido jardín de hortensias, vivía mi abuelita.
Mi visita emocionaba su mirada a esa hora de la tarde, en que el día se agosta y se lleva a esconder la luz, allá lejos donde se pierde la mirada.
Con qué cariño me ofrecía un tecito sentada a mi lado en la mesa, iba yo enhebrando pensamientos, hablándole de mis eternas aventuras alejando así sus esperanzas de verme casada con hijos algún día.
Todavía conservo el recuerdo del sabor a canela de su té, preparado con tanto mimo en su añosa tetera.
Mi sola presencia la regocijaba en esas horas aturdidas de la tarde.
Tenía la pequeñez de una muñeca, y destellos de bondad en su mirada. Trasunto fiel de un ángel que los años le dieron, sus alas de santa.
Dios mío, ¿cómo ha pasado el tiempo desde entonces? no sabría precisarlo, me falla la memoria porque al recordarla siento que nunca se ha ido que siempre ha estado conmigo.
Seguramente son sus alas, las que todavía me acarician cuando me tiembla el alma.