Por aquellos días de José María, la vida les ofrendaba tiempo para soñar y tantas alegrías por vivir.
Eran dos almas nacidas a destiempo, otoñal su octubre y primaveral el suyo, separados por cinco lustros y aún sabiendo, que juntos no encontrarían ese final, unieron sus almas a un mismo destino.
La enamoró su andar por la campiña, entre vainas y piñones bajo cedros y algarrobas recogiendo orégano y tomillo, respirando campos de lavanda, amenizado por sus sabias palabras.
Caminando junto a él, dio nombre a cada pájaro y a su canto, y no conoció la tristeza de una mañana.
Cuánta armonía reinaba en él entre la vida de los montes y la sabiduría de sus libros.
Mas apenas ayer, vino su final a encontrarle y de su lado alejarle.
Ya su alma se cuenta entre los hados en ese eterno más allá para todos.
Se fue sin conocer la alegoría de la Encina y el Tilo, que les hubiera unido para siempre entre cedros y algarrobas, campos de lavanda, paraíso para los amantes como ellos nacidos a destiempo.
Era y fui ayer hermosa era y fuí ayer una tentación era y fui ayer un gran sueño.
De mi se aventará el aliento, de mi se irán mis pensamientos, sin voz dejaré mi alma, ido el rastro de mi mirada, solo esta hilera de versos, pervivirán. Porque dos veces morimos, agónico es el estrago final.
Envejeciendo en la penumbra, llega el primer zarpazo y una fosca noche, la postrera estocada.
Arribaré sin vida y sin nombre, envuelta entre nubes de muselina, arrullada por el susurro, de la amante eternidad.
Entre esas calles desiertas, detrás de ese desvencijado portón y un florido jardín de hortensias, vivía mi abuelita.
Mi visita emocionaba su mirada a esa hora de la tarde, en que el día se agosta y se lleva a esconder la luz, allá lejos donde se pierde la mirada.
Con qué cariño me ofrecía un tecito sentada a mi lado en la mesa, iba yo enhebrando pensamientos, hablándole de mis eternas aventuras alejando así sus esperanzas de verme casada con hijos algún día.
Todavía conservo el recuerdo del sabor a canela de su té, preparado con tanto mimo en su añosa tetera.
Mi sola presencia la regocijaba en esas horas aturdidas de la tarde.
Tenía la pequeñez de una muñeca, y destellos de bondad en su mirada. Trasunto fiel de un ángel que los años le dieron, sus alas de santa.
Dios mío, ¿cómo ha pasado el tiempo desde entonces? no sabría precisarlo, me falla la memoria porque al recordarla siento que nunca se ha ido que siempre ha estado conmigo.
Seguramente son sus alas, las que todavía me acarician cuando me tiembla el alma.