Caminando por la calle distraídamente hace unos días, volvieron a mi memoria esas palabras: < yo te sigo, yo te sigo guapita>
Me las decía mi marido, ya ancianito para mi, siguiendo mis pasos ágiles y más jóvenes, incapaces de seguir mi ritmo y yo, incapaz de adaptarme al suyo.
Nunca nunca, durante todo ese tiempo, que se prolongó por algo más de dos años, entendí con el corazón sus palabras, sus disculpas, por no conseguir alcanzarme.
Hoy, hace unos días atrás, me volvieron sus palabras y de solo recordarlas, me hicieron llorar. Recordé mi insensibilidad. Era yo quien debía aminorar el paso, era yo quien debía unirme a él, era yo quien debía acercarme, era yo quien debía cogerle del brazo y caminar a su lado y no al revés.
Lloré porque no supe comprender, que era él, quien no podía alcanzar mis pasos, lloré porque no entendí cómo él se había sentido.
Hacía tantos años atrás que habíamos comenzado a caminar juntos por la vida, que ni siquiera lo presentí, cuando ese momento llegó, en que él se me hizo viejo y yo demasiado joven para él.
Y tal vez, solo aquel día, en que mi caminar también se haga más lento, si es que llego a ese estadio, será mi hija a quien yo siga y me escuche decirle: < yo te sigo, yo te sigo… >, y solo en ese momento comprenderá lo que entonces yo no comprendí.
Ya de vuelta en Santiago y desligándome al fin, de mi ligue venezolano; no sin antes éste prometerme su pronta visita.
Lo que nunca comprendí, es la idea persistente de este admirador venezolano de que un día acabaríamos casándonos él y yo.
Ahora, revisando hacia atrás, el orden de los acontecimientos sucedidos después de semejante experiencia: no se que resulta más loco, si encontrarme sin trabajo a mi llegada, con una deuda fabulosa, o la descabellada propuesta matrimonial del empecinado ligue venezolano, o todo a la vez.
Antes empezaré describiendo el recibimiento en el aeropuerto a mi llegada de este épico viaje con final más propio de un culebrón.
Mis amigos y parientes cansados en el aeropuerto de buscar a la que vieron partir, no reconocieron a la que vieron llegar.
Más parecida a una estrella de cine, de cabellos dorados sobre una piel bronceada, luciendo una pamela de color beige espectacular y unas topísimas gafas de sol.
Con apenas tiempo para celebrar mi llegada, llegó el doloroso aterrizaje en la realidad. Inmediatamente ese mismo lunes, primer día de trabajo y primer encuentro, con el traidor de mi jefe de luna de miel.
Aunque disimulé con elegancia la sorpresa que se dio con mi nuevo look, enseguida asumió su postura de jefe y formalidad para anunciarme que durante mi ausencia, la empresa había sido vendida y ahora, pertenecía a un nuevo holding, o sea, que ya no tenía trabajo.
Ante semejante noticia, una vez más lloriqueando llamó a su amigo diplomático y enseguida quedaron para comer en el mismo chino de siempre a medio día.
En ese primer encuentro, ya se percibía un clima de complicidad diferente entre los dos.
Lástima que este primer encuentro, que podría haber sido tan ilusionante se vió empañado por la pérdida de su puesto de trabajo y esa deuda a pagar por aquel memorable viaje.
Entre anécdotas, momentos eufóricos, y a la vez, ambos se devanaban los sesos buscando una solución económica a su descalabro personal.
Y una de las más descabelladas, fue cuando ella sugirió como una solución casarse con su admirador venezolano.
Fue lo más disparatado que surgió de toda la conversación. Algo espantoso de oir para el corazón de su amigo diplomático.
Se levantaron de la mesa con la promesa de tener una solución para la próxima comida en el chino.
Él movería mar y tierra si fuera necesario, para hacerla desistir de esa loca idea de casarse
Los ángeles y la providencia dieron la solución al atormentado diplomático que tuvo la genial ocurrencia de conseguirle un puesto de trabajo dentro de la secretaría de su embajada.
Sentados otra vez en el mismo chino de siempre, él, que estaba especialmente nervioso, empezó diciéndole: «yo sería el hombre más feliz del mundo, si pudiera ahora mismo decirte no sigas buscando, no busques más y cásate conmigo, pero no puedo». Pero lo que si puedo, es ofrecerte un puesto de trabajo y un sueldo para que no tengas que cometer el gran error de casarte sin amor. Porque yo, si sé lo que es éso.
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Increíblemente, unos meses después del gran viaje, una anciana bruja tarotista, le había predicho la aparición de un hombre extranjero, un gran diplomático en su vida y que las cartas le aconsejaban seguir a este hombre de ahí en adelante. Que su destino estaba estrechamente ligado a este personaje.
En la vida de cada uno de nosotros se esconde un gran misterio, jamás podría ella haber imaginado que esa comida sería el comienzo de una larga travesía que duraría más de 35 años.
Ya en Buenos Aires, relajada y desempacada, comienza de a poco a despercudirse de su aburrido estilo de secretaria de oficina.
Y como en las películas, de lo primero que ella se ocupa es de cambiar su aspecto. Fue un cambio radical: de pelo, de corte, de color, de ropas, para cuando terminó, ni ella misma se reconocía.
Lo primerísimo fue, hacerse unas deslumbrantes mechas doradas y un corte a lo Farah Fawcett. Luego se compró unas bellas sandalias romanas, doradas atadas a los tobillos. A juego con unos encantadores blusones hindues, con hombros descubiertos, vaporosos y sexies.
La sola estela de miradas que iba dejando a su paso por las calles de Buenos Aires, le dieron la respuesta. Estaba lista para seguir adelante.
Desde su hotel se apuntó a cuanto tour le pareció interesante y además excursiones nocturnas en grupo, etc.
Así fue como visitó cuanto lugar de interés sugería esa hermosa ciudad y su golosa gastronomía tan italiana, y disfrutando de ese típico hablar porteño.
Sin olvidar la típica noche de Tanguería, un espectáculo para el recuerdo. De esos viejos tangos y sus memorables letras de toda la vida canturreadas por el mundo entero.
De su playa Mar del Plata solo un vago recuerdo, de arenas vacías y un mar sin olas. Demasiado solitario para su momento.
Con las ojeras por los suelos pero feliz, saliste al día siguiente a coger el proximo vuelo con destino a Montevideo.
Ciudad en miniatura, recogida y entrañable, llena de rincones acogedores y cálidos como estando en casa. Todo familiar y cercano.
Se respira un buen gusto exquisito, entre poca gente y ambientes íntimos.
País idílico para dos. Eché de menos una pareja.
Recordaré siempre mi última noche frente al mar en Punta del Este, ante una mesa servida entre velas y flores, un buen vino y una deliciosa langosta. Y al fondo, una luna bien redonda bañándose en el mar.
Y como final de fiesta, Brasil. Un calor de horrores me dió la bienvenida en Guarulhos, festival de razas y colores y de un hablar con ritmo de bosanova.
Su gente divertida y coqueta hasta provocar la risa. Tienen chispas en los ojos y blancos dientes de anuncio publicitario.
En esta parte del viaje caí seducida por su música y acabé dorándome al sol de sus playas infinitas, y espantando a todos los moscos que me quisieron comer.
En mis tres últimas noches en Río, un verdadero destape para mi recatada persona. Entre caipirinhas parloteando el portuñol, dejando cimbrar mi cuerpo como las palmeras de Ipanema al frenético ritmo de sus sambas, y sin perder de vista a mi entusiasta ligue venezolano, que llevaba acoplado a mi desde hacia 3 días.
Qué se puede decir de Brasil que ya no se haya dicho.