Doble cara

«No sabemos si todo rostro mezquino responde
a un temperamento sórdido,
pero queremos suponer que todo rostro generoso
es la consecuencia de una constitución espiritual
fuera de lo común», escribía Juan José Millás.
Y que a partir de cierta edad cada uno es responsable de su rostro».
Partiendo de esta premisa,
según qué apariencia fuéramos teniendo con la edad,
sería más que evidente en qué nos estamos convirtiendo.
La idea de que nuestro rostro
va tomando el aspecto que nuestro espíritu
es capaz de darle,
impresiona a cualquiera que se mire al espejo
y se reconozca o no,
en la imagen que este vaya adoptando
aniversario tras aniversario.
Un gran amigo mío solía lamentarse
y nos decía a quienes admirábamos su poesía,
que él tenía la cara de un carnicero y el alma de un poeta.
Y puestos en su lugar,
comprendíamos su frustración.
En su caso, ya no era cuestión
de mirarse o no al espejo,
le bastaba confirmar la admiración
que despertaba en quienes le leían,
sin llegar a conocerle.
Muy a su pesar,
cargaba con una imagen
que no hacía justicia a su sensibilidad y delicadeza.
Quizás resulte muy fatalista
como concepto,
admitir que:
la sabia naturaleza nos ha dotado al nacer,
de la inteligencia, cuerpo y espíritu
idóneos para cumplir con nuestro plan de vida,
sea este cual fuere.
Sobre esto último,
personalmente quisiera añadir
una curiosa percepción de mi misma.
Ya que siempre he creído
y también me lo han hecho creer,
que aparento ser una recia amazona de látigo,
preparada para comerse el mundo
y por tanto,
no necesita la ayuda de nadie en la vida.
Este tema nos deja la interesante interrogante,
de si existe o no,
al nacer una impronta implícita predestinada
en concordancia con nuestro aspecto físico.
No deja de parar los pelos
de solo pensar que puramente el aspecto físico
determinaría lo bueno o lo malo
que se podría esperar de nuestro paso por esta vida.
A muchos les gustará más
el término condiciona, en lugar de determina.