Solo para madres

Una sofocante tarde madrileña, fustigaba sin piedad con sus 40º a la sombra ese mes de julio, mientras mi cuerpo sin saber lo que le esperaba, se iba preparando para dar a luz.
Llega ese dolor, tantas veces visto en imágenes, anunciándose con leves punzadas que te alientan a creer que no será, después de todo, tan terrible como se cuenta.
Todas las que hemos sido madre sabemos que no hay dolor igual, ni semejante al que se sufre en el alumbramiento. Ni satisfacción y alegría comparables al momento de abrazar ese pequeño milagro de vida que somos capaces de concebir.
Tuve en todo momento la sensación de vivir la manifestación divina sobre mi frágil humanidad, el supremo poder de la naturaleza ejercida en la hembra que se quiebra, que gime de dolor, desgarrándose la garganta para ahogar sus gritos. Como jabata aguantando el suplicio que parte en dos y martiriza las entrañas.
Sin embargo, todo pasa tan rápido, a pesar de que sean eternas las horas hasta tener a nuestro bebe en los brazos. Es entonces, que la más absoluta felicidad y plenitud nos embarga y borra para siempre de nuestra memoria, cada minuto de tormento para traer un hijo al mundo.
Recordé bien a mi madre decir en más de una ocasión, que apenas me tuvo en sus brazos, se olvidó de todo lo demás y solo quiso abrazarme y contemplarme. Con mi diminuta existencia, le bastaba.