Memorias de una viuda

Fue así como llegó la soledad a su vida,
cogiendo a su marido por sorpresa,
y disfrazada de una gripe sin importancia,
colándose en su cuarto una mañana de sol cualquiera,
y ya no volvió a salir.
Se fue apoderando de su espacio,
de su tiempo, de sus horas;
adueñándose de su mirada,
y así, de forma imperceptible se fue quedando,
en todo su cuerpo y en su organismo.
A los pocos días,
su preciosa vida abandonó su pecho,
el aire se hizo espeso, denso
y casi irrespirable.
Son tantos los vacíos que su partida dejó,
tantos los espacios sin la luz que se llevó,
de rincones muertos sin la vida que le dio;
que desde entonces es su ausencia
que todo lo habita.
¿Qué es aquello que nos vacía por dentro
cuando un ser querido desaparece
y nada de este mundo puede rescatarlo de su evanescencia?
Transida de dolor e incapaz de levantar la mirada,
la sonrisa sepultada por semanas,
hasta un soleado día se tiñe de gris.
En sus últimos días se recuerda ahora,
de lo muy ocupada que estuvo
en los cuidados que día a día a él le procuraba,
que no supo advertir la luz que de su vida se retiraba.
Lo más evidente ahora, es el brillo de sus ojos
que lentamente le iba dejando,
mientras enmudecía su voz,
y prácticamente solo su espíritu
yacía en su lecho.
Todavía su lado frío vacío de la cama
estremece de escalofríos.
A pesar del tiempo pasado,
ella no puede evitarlo,
remembranzas sombrías recorren su mente.
Pesarosos pensamientos atenazan su corazón.
Y no para de preguntarse:
si hallarían pronto la luz sus párpados al cerrarse.