Hundido

Era domingo y como de costumbre, después de comer,
ella se retiraba a sus aposentos con la prensa semanal.
Cuánto placer entre sus páginas al descubrir titulares y leer a sus más célebres columnistas.
Para ella esto se había convertido en un ritual.

Aquella tarde fue su marido quien irrumpió de pronto en la habitación,
rompiendo así su concentración.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Nada, solo quería preguntarte cómo se llamaba tu barco griego —aclaró su marido.

—El Océanos —dijo ella—. ¿Por qué lo preguntas?

Mira esta noticia, dice que anoche el barco se hundió en las costas de Sudáfrica…

Fue casi al instante el efecto que la noticia tuvo en ella
— había sido una época muy intensa en su vida—.
Imposible de evitar el tsunami de vivencias y experiencias.
Todavía imágenes vívidas de cómo había sido
su pequeña gran batalla por buscarse la vida.

—Que increíble, ella no lo podía creer —.

Hizo cuentas y habían pasado seis años y algo
desde que desembarcó del Océanos:
—un barco-crucero que recalaba en cada una de las islas griegas,
arribando al puerto de Kusadasi y finalmente,
Estambul en Turquía—.

Para entonces su historia personal era todo un desastre
—sus sueños más largamente acariciados
se habían derrumbado estrepitosamente.—

Había aterrizado en Atenas,
llena de ilusión por su próxima boda
y comienzo de una nueva vida-

Mas, su ilusión apenas duro unos días,

En unas horas aterrizaría su flamante novio suizo,
no más llegando le confesaría, aunque muy compungido:
que todos sus planes de boda y demás,
deberían postergarse:
«Lo siento tanto, dijo.
No sé qué decirte,
pero es que ahora ella se niega a darme el divorcio,
no quiere ni oír hablar del tema».

La notivcia le cae a ella como una bomba
y la deja sin reaccionar, inerte, a punto de llorar, de desmayarse o
morirse directamente.

Ella no tuvo tiempo para lamerse sus heridas,
ni para llorar aquella profunda decepción.
Además de ser una novia abandonada en tierra de nadie,
se encontraba en una difícil situación:
tendría que buscar trabajo, no tenía adónde ir
y no conocía a nadie en esa ciudad.

Fue en su séptimo día en Atenas
que la agencia de empleos la contactó
para una entrevista de trabajo para el crucero Océanos,
junto a otras tres chicas
—que al igual que ella se presentaban para dos puestos distintos—.

Y como si de las tres gracias se tratara,
las tres fueron felizmente contratadas.
Ella consiguió el puesto de mánager de la boutique del barco.
En cuanto a las otras dos chicas: una haría de jefa
y la otra de guía de excursiones.

Recuerda que una de las cosas que más
llamaron su atención, apenas abordó el barco,
fue su amplitud y su lujoso mobiliario,
de un gusto exquisito.

Los salones con mullidos sofás invitaban a la tertulia
y las regias tumbonas de la cubierta principal
eran una tentación para echarse a contemplar el amplio océano;
las comidas eran servidas cual banquetes
—tenían una variedad de platos impresionantes—.

Ella se quedó algo preocupada por todas esas tentaciones:
«debería controlarse —pensó—de lo contrario saldría de allí rodando.

Sin todavía salir de su asombro,
la vino a buscar personalmente el que sería su jefe:
Yanis Avranias —un oficial de abordo—,
quien más tarde resultaría ser un excelente jefe
—un chipriota noble donde los haya—
Al mismo tiempo que Yanis le enseñaba
los distintos compartimientos,
le iba dando sabios consejos sobre cómo
debía tratar a los pasajeros,
le aconsejó mucha paciencia.

Finalmente, llegaron al que sería su nuevo lugar de trabajo:
la boutique. 
Era toda una monada.
Su trabajo consistía en montar y desmontar
escaparates a su antojo.
Se tiraba horas cambiando de sitio las cosas:
los perfumes, las joyas, los pareos de seda. 
Era para ella —como buena aficionada a la moda y al diseño—
como estar en el mismo paraíso.

Más tarde, esa noche tuvo oportunidad de cenar
con los que serían sus compañeros de tripulación. 
Un ambiente cosmopolita como nunca antes había visto.
Casi enseguida tuvo química con Andy
—el guitarrista británico de la banda del barco—,
Pasquale —la francesa, guía de excursiones—,
Minoush —la belga a cargo del spa—,
Sven —el alemán, D.J. de la disco—
y la adorable pareja de canadienses
—ambos crupieres del casino—.

Enseguida se creó un ambiente de camaradería,
realmente agradable y, así, sin darse ni cuenta,
se había olvidado de su drama personal de novia abandonada
en la ciudad de los dioses.

Ahora que lo piensa, tras seis años, el Océanos
le había devuelto la vida y la alegría de vivir.
Cuando zarpó era apenas una sonámbula y dos años más tarde,
cuando desembarcó, era otra mujer.

Precisamente ahora y a propósito del hundimiento del barco,
comenzó a recordar la de veces que durante las comidas
se hablaba sobre los estragos y momentos de angustia
típicos después de una tormenta tropical.
Se estaban refiriendo al «mal de mer»
y muchos de ellos no sabían que les afectaba hasta
que vivían su primera tormenta.

Entre anécdotas y chistes se especulaba que
seguramente alguno de nosotros caería como mosca
—si una fuerte tormenta nos azotaba en alta mar—,
víctima de horribles mareos y vómitos
—literalmente acabaríamos tirados por el suelo—.

—¿Tú sabes lo que se siente? —Andy le preguntó.

—No, no he tenido la ocasión —dijo ella.

Como si fuera ayer, ella recordó aquella noche
cuando nada hacía presagiar mal tiempo con fuertes marejadas.
Se encontraban navegando entre las islas de Rodas y Patmos
cuando el barco comenzó a escorarse
ligeramente hacía la izquierda y
—sin darle tiempo a recuperar su posición—,
volvía a escorarse una y otra vez.
Como al quinto balanceo, ella empezó a dar bandazos
yendo en busca de su camarote,
parecía estar borracha,
apoyándose en las paredes para no caerse.

Prácticamente no podía sostenerse en pie
y tenía la horrible sensación
de que su cabeza giraba en una centrifugadora.
Por momentos sintió que no sobreviviría a aquella noche
—entre vómitos y mareos espantosos—
Una noche para no olvidar jamás.

A la mañana siguiente era todo un espectáculo ver las caras de los demás:
largas y pálidas, con grandes ojeras.
Desde luego, todas las historias que se contaron sobre las tormentas
no se habían exagerado ni un ápice.

***

Justo un año después su Océanos era transferido
a una naviera sudafricana para hacer cruceros por esas costas—.
  Así fue como ella dijo adiós al mediterráneo
y al mundo de los cruceros.

Habían transcurrido seis años desde aquel desembarco
y ahora la noticia del hundimiento del Océanos
había venido a empañar su plácido domingo de lecturas.

Quiso saber algo más de su barco
—que ahora yacía en el fondo del mar—.
Según narraban las noticias
había tenido un dramático hundimiento.
—Tardó noventa minutos en hundirse,
dando tiempo a helicópteros y medios de rescate
para salvar a todas las vidas de abordo,
entre pasajeros y tripulación—.

Iba leyendo la historia del Océanos
—de sus astilleros, de sus metros de eslora,
de su capacidad de pasajeros—,
cuando se encontró con lo que le pareció
más increíble y misterioso: la fecha de su botadura
—en el puerto de Pireos, en el año 1952—,
era la misma fecha de su nacimiento.

Tal vez por ello no pudo evitar asociar,
aquel primer episodio de tormenta a bordo
y de su dramática experiencia azotados por esa
tormenta de proporciones bíblicas.

Que otra de iguales proporciones le asestaría
seis años más tarde,
su último golpe, sellando así su final
en aquellas lejanas y salvajes costas de Cabo Verde,
famosas por sus terrorificas tormentas.

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