Abuelita querida
Y porque no hay edad para la ternura.
Entre esas calles desiertas,
detrás de ese desvencijado portón
y un florido jardín de hortensias,
vivía mi abuelita.
Mi visita emocionaba su mirada
a esa hora de la tarde,
en que el día se agosta
y se lleva a esconder la luz,
allá lejos donde se pierde la mirada.
Con qué cariño me ofrecía un tecito
sentada a mi lado en la mesa,
iba yo enhebrando pensamientos,
hablándole de mis eternas aventuras
alejando así sus esperanzas
de verme casada con hijos
algún día.
Todavía conservo el recuerdo
del sabor a canela de su té,
preparado con tanto mimo
en su añosa tetera.
Mi sola presencia la regocijaba
en esas horas aturdidas de la tarde.
Tenía la pequeñez de una muñeca,
y destellos de bondad
en su mirada.
Trasunto fiel de un ángel
que los años le dieron,
sus alas de santa.
Dios mío, ¿cómo ha pasado el tiempo desde entonces?
no sabría precisarlo,
me falla la memoria
porque al recordarla
siento que nunca se ha ido
que siempre ha estado conmigo.
Seguramente son sus alas,
las que todavía me acarician
cuando me tiembla el alma.