El roble sin cabeza
Pobre de ese roble sin cabeza de su marido.
Desde hacía algún tiempo, no sabía exactamente cuando él se había hecho viejo.
Aún siendo uno de esos pocos privilegiados que aparentan menos edad de la que tienen, sus noventa octubres se le empezaban a notar, pero aún así conservando siempre su increíble salud de roble.
Paradojas de la vida, su mente siempre fue su fuerte. Así como su inconfundible trato amable y diplomático. Y muy admirado por su asombrosa cultura y bagaje intelectual.
Casi inverosimil resulta hoy recordar sus años de profesión más activos, moviéndose como pez en el agua entre anglosajones.
En cuanto a su mujer, un cuarto de siglo más joven que él, se enamoró de ese hombre de frente ancha y con la voz profunda de Yves Montand.
Lejos estaba su ilusa fantasía de mujer, de llegar a casarse con un gran hombre y de imaginar que su diferencia de edad, resultaría con el paso del tiempo casi incestuosa.
Más tarde, como fruto a la más dispar de las parejas, la vida les premiaría con una hija.
Despacio y casi sin percartarse, él iba olvidando quien era y quien había sido. Mientras ella iba convirtiéndose en su voz y memoria de cada una de sus historias de vida. Haciéndole revivir con sus palabras sus mejores momentos ya olvidados.
Desde hacía algún tiempo, mirarle a los ojo le producía una infinita tristeza. Intentaba comprender que habría dentro de esa nada que él tanto contemplaba.
Casi toda su vida ella creyó que lo peor de llegar a viejo sería llenarse de arrugas, de arrastrar los pies, aquejado de mil males, y ahora, todo eso le parecía irrelevante ante la espantosa idea de verse vaciado de memoria.
Es así como ella llega a la triste conclusión de que una vez que la mente nos abandona, borrando nuestros recuerdos, nuestras vivencias, todo lo que hemos sido en nuestra vida entera, es ahí donde se halla la verdadera tragedia de llegar a viejo, sano como un roble, pero sin cabeza.